La violencia en la
escuela, ¿un aprendizaje en competencias?
Existe
algo que desde Bordieu llamamos capital cultural y económico, que los individuos
van adquiriendo desde sus vivencias. Se conforma cuando las mismas vivencias se relacionan con
la estructura de poder en que viven, de esta manera los individuos privilegian
los aprendizajes que les permiten sobrevivir en el entorno de vida en que ellos
existen, se adaptan a las relaciones de poder que perciben en su entorno desde su
cotidianidad, donde los más beneficiados por el sistema buscan mejorar su
situación en el estado de las cosas preexistentes y los menos beneficiados
buscan introducirse en un campo, el que es definido por Bordieu y Wacquant
como:
(…) una red o una configuración de
relaciones objetivas entre posiciones. Estas posiciones están objetivamente
definidas, en su existencia y en las determinaciones que imponen sobre sus
ocupantes, agentes o instituciones, por su situación presente y potencial
(situs) en la estructura de distribución de especies del poder (o capital) cuya
posesión ordena el acceso a ventajas específicas que están en juego en el
campo, así como por su relación objetiva con otras posiciones (dominación,
subordinación, homología, etcétera). (Citado por Chuquilin Cubas, 2011)
Es aquí donde podemos pensar la relación de los
maestros y alumnos dentro de la escuela pública en México, donde el estado de
las cosas está definido por la triada: escuela-SEP-SNTE, en la cual las
relaciones de poder se reacomodan continuamente según los momentos que se viven
desde su propia cotidianidad.
¿En qué consiste esta cotidianidad?, conocerla es la
misión indispensable a realizar para entender el problema educativo desde el
aula, ya que la misma determina, desde casos particulares, la manera en que se
dan las relaciones sociales de aprendizaje de los niños, los que serán
diferenciados también según su edad. No será lo mismo la primaria inicial que
la secundaria donde, como sujetos que entran a la adolescencia, responden en forma diferenciada a las
relaciones de poder que encuentran ya establecidas.
Para las clases medias desde la escuela secundaria se conforman desde su cotidianidad unas
relaciones sumamente violentas, que se pueden explicar por un lado como fruto
de la natural rebeldía de la juventud y sus ideales, desde una formación moral
que, sobre todo desde estas clases, se arraiga desde el discurso cotidiano del
hogar, formación que se enfrenta a una realidad en la escuela marcada por la
simulación, el autoritarismo, la falta de pluralidad y muchas veces la
corrupción, e incluso el acoso sexual de muchos tipos, por lo que esta
respuesta violenta se vuelve necesaria desde un ethos
moral que en la juventud es muy fuerte,
por su fuerte tendencia a idealizar las situaciones y privilegiar la
solidaridad con sus iguales.
Sin embargo, por el lado de las clases más
desfavorecidas --y estaríamos hablando principalmente de los grupos marginados
de las grandes urbes--, donde la familia ha sufrido un proceso de
desintegración que deja indefensos a sus miembros más débiles –los hijos-- al
no permitirles enfrentar desde un “comportamiento” –ethos-- moral -- resguardado e imitado como una forma de protección
y formación familiar--, la situación de
violencia escolar con sus valores de
sumisión y violencia simbólica extrema.
Estas clases desprotegidas y marginadas, se vuelven rehenes de sus únicos referentes
culturales legítimos: su entorno social degradado y sus maestros con un entorno
escolar igual de degradado, lo que los lleva a adquirir una sensibilidad
excesiva –por la interiorización de los valores ahí presentes-- al entorno
cultural de la escuela o al de sus pares en las agrupaciones juveniles
--pandillas--, que se forman desde la búsqueda de una identidad que no pueden
adquirir en la familia, dándose también un proceso de ruptura y violencia
cuando prevalece la calle como referente de identidad ante las agresiones –Bullying--
de parte de maestros y compañeros.
Los alumnos de la escuela básica en México están
sujetos a la voluntad casi absoluta de sus maestros, directores e inspectores,
siendo estos últimos la pinza que cierra y legitima desde el poder el discurso
magisterial que deriva en el trato cotidiano a los alumnos desde el aula y la
escuela, espacios desde donde se crea un habitus desde la practicidad de la vida escolar, una
forma de vida o una forma de ser para
sobrevivir.
O como dice Córdoba citando a
Bordieu (2003):
Los habitus poseen un carácter esencial en el mundo práctico y son
respuestas cuasi automatizadas y anticipadas a los estímulos del medio, las
cuales han sido aprendidas en la experiencia práctica y “preadaptadas” al orden social, porque constituyen para el
individuo la única manera lógica para él de estar en esa particular porción de
la realidad que le toca vivir. (p.3)
A nivel de la escuela primaria, este conflicto no se
percibe y se da por sentado que la ausencia de conflictos muestra un sector
bien adaptado a su entorno y en proceso de aprendizaje. Lo que no vemos es que
en las edades en que el niño está en este nivel su proceso de desarrollo es de
aprendizaje y obediencia y responde pasivamente a las agresiones, sobre todo de
sus referentes de autoridad como son los maestros y directores, es así que la
escuela se ha convertido en un lugar violento donde se aprende la violencia
dentro de la mejor tradición de las competencias, ya que, como nos
menciona Abramobay (citado por Velazquez
Reyes, 2005):
En
lugar de ser un lugar seguro y de integración social, de socialización y de
resguardo, la escuela se tornó en un escenario de acontecimientos violentos.
Ella se viene mostrando como un lugar donde las varias modalidades de violencia
–físicas y simbólicas—se manifiestan de manera particularmente intensa. Esto se
debe, de un lado, al hecho de que la escuela refleja las tensiones
frustraciones y problemas que ocurren fuera de sus muros y que interfieren
negativamente en la vida de la comunidad, y, del otro los grandes discursos
sobre principios y valores de la educación ya no encuentran resonancia en la
sociedad. La escuela no prepara más para el mercado de trabajo, ni es la única
o principal fuente de transmisión de conocimientos sobre el acervo cultural de
la humanidad. Además de esto, la escuela no corresponde a la expectativa de
abrir la posibilidad de un futuro para los jóvenes (p.743).
El conflicto
en este nivel sólo se da cuando los niños son víctimas de violencia excesiva y
los padres se enteran, lo que genera un conflicto de grandes dimensiones ya que
en este tipo de casos estamos hablando de violaciones sistemáticas a los
derechos humanos y de conductas delictivas como la pederastia.
Mantener el tipo de relaciones en la escuela
mexicana como se dan actualmente, donde el autoritarismo campea a sus anchas
ante una ausencia notoria de espacios públicos democráticos, sin que exista un sano equilibrio político de poder entre
los maestros-directivos y los alumnos y donde el espacio público esté demarcado
claramente para no interferir en los espacios de aprendizaje –los cuales
también requieren de otro espacio, pero entre pares— provoca que la escuela
primaria sea el lugar donde se gesta el conflicto posterior que profundiza el
problema de la baja calidad educativa que ya sufre la primaria y que se agudiza
en la secundaria.
Investigaciones recientes nos indican que la
violencia simbólica es más intensa en la primaria y la explicación podría ser
la indefensión natural de los niños ante sus mayores en una etapa formativa
básica para su formación como personas. A nivel secundaria el entorno es el que
se vuelve violento por la mayor capacidad del alumno para encarar a sus
agresores, en este sentido podríamos hablar de una mayor agresividad del alumno
ante el maestro o la escuela la que responde con mayores normas disciplinarias
para asegurarse un espacio de acción en su labor, tenemos así que en la
investigación de Velázquez Reyes (2005):
El
mayor porcentaje de casos de violencia en la escuela se encuentra en la
primaria (67%), después le siguen secundaria (15%), preparatoria (11%) y
preescolar (8%). Se registra, también, una diferencia de género: los hombres
son víctimas de mayor cantidad de violencia física (67% vs 33%) pero son las
mujeres (57% vs 43%) quienes narran más episodios violentos (p.754).
Hay que recordar que un campo, como nos dice Bordieu, es “un
sistema estructurado de posiciones sociales, un sistema estructurado de
relaciones objetivas e históricas entre esas posiciones y ciertas formas de
capital o poder” (citado por Chuquilin Cubas) y que como nos dice el mismo
autor, mientras más diferenciada es la sociedad el espacio social es más
multifuncional y con muchos campos, todos articulados entre sí, lo que hace
cada vez más complicado su análisis como sería el caso mexicano.
La escuela
entonces, es un campo donde se reproduce en muchos casos –sobre todo la escuela
pública existente en las zonas marginales urbanas— la relación de poder que se
estructura más arriba, desde la triada: escuela-SEP-SNTE (Peraza, 2010), por lo
que en ella está la base de la legitimidad que estructura las formas de poder corporativo
que caracterizan a nuestra sociedad y que simbólicamente van, desde el regalo
que acostumbran dar los padres de familia a los maestros para mejorar la
calificación de los hijos, hasta la cuota en dinero o especie que los padres
tienen que proporcionar para que sus hijos sean admitidos en ella, en pocas
palabras, se enseña en los hechos la relación clientelar entre opresores y
oprimidos, la cual tiene como característica según Mario Caciagli (citado por
Gómez-García 2008):
(…) el clientelismo es una relación
diádica en la cual un agente, en posición de superioridad, utiliza su
influencia y sus recursos para dar protección y seguridad a otro agente, que
está en posición de inferioridad, a cambio de servicios, lealtades y apoyos
(p.331).
Es decir, se crean
unas relaciones simbólicas de poder mediadas por un habitus que legitiman las
relaciones de poder basadas en la violencia desde su cotideanidad, o siguiendo
a Shi podemos decir (citado por Córdoba, 2003):
El habitus es producto tanto de la historia individual como de la
historia colectiva, decantadas en la práctica gracias a las regularidades de la
acción social, se presenta como una “subjetividad socializada”, donde
individuo/sociedad; subjetividad/objetividad; cuerpo/mente, se encuentran en
relación dinámica. De igual manera propone un vínculo no dicotómico entre la
reproducción biológica y la social que es indispensable para entender la
posición de los sujetos en términos de relaciones de poder. (p.3)
Como vemos, esta
definición marca en forma precisa la relación entre el alumno y el maestro, y a
su vez, la relación entre el padre de Familia y el maestro, de ahí que sólo en
casos extremos –violencia extrema— el padre de familia o el alumno estén
dispuestos a acusar o denunciar al maestro por prácticas indebidas, ya que se
consideran “beneficiarios” del sistema, no sus víctimas, siendo así que los
alumnos aprenden esta relación y forma de ser desde las aulas como algo propio
del “ser”, algo correcto, algo que les beneficia a todos o como diría Weber
desde las sociedades tradicionales de corte patrimonial, los favores del señor
y las obligaciones del cliente.
Por esto puedo
decir que desgraciadamente la escuela no está cumpliendo su misión principal en
el México de nuestro tiempo, misión que debería compartir con la familia y que
podemos entender como la formación de un ethos
moral que sirva como muro de contención a la futura integración de los
adolescentes a la delincuencia organizada, ethos
que debería desarrollarse desde un Pathos
--discurso emocional-- y un logos propios
–discurso lógico racional— que impulse los valores ético morales de la
democracia, que los enseñe a ser ciudadanos, no desde el discurso, si no, desde
el ejemplo cotidiano en las aulas, ya que la democracia es ante todo una forma
de vida.
El discurso
escolar emotivo y racional que debería surgir de un entorno escolar sano, es
substituido por “otro discurso” desde la cotidianidad de la vida de los
adolescentes por: la música de moda, Internet y las redes sociales, la
película, la religión y otros referentes similares y diversos en la cultura
mexicana, donde se exalta a los “héroes”, miembros de los grupos de la delincuencia organizada
que han caído en los enfrentamientos con las fuerzas del orden o el ejército,
lo que configura un discurso con un contenido épico de redención social que es
asimismo un discurso emotivo (pathos) , que les permite rechazar el débil “logos” (discurso racional) escolar y cooptar
casi en forma natural a los adolescentes, ya que la escuela con su ethos desvalorizado por el
enfrentamiento cotidiano que se da en su interior: alumnos-escuela, basado en
situaciones que son percibidas como claramente injustas y con un sentido de no
solidaridad, no es capaz de formar dentro de los valores libertarios y sociales
que le son propios a la sociedad occidental moderna y que son la base de su
funcionamiento, incluso como sociedad de mercado, no sólo como sociedad
democrática.
La idea de que
para disminuir la delincuencia hay que lograr la permanencia en la escuela
sobre todo en el Nivel Medio Superior, queda en entredicho, es más que eso, hay
que lograr que las escuelas sean también un espacio formativo de un ethos moral acorde a la civilización
democrática en que queremos vivir, formar ciudadanos, ese es el reto, pero no
debemos creer que sólo es un problema del currículum escolar como plantea la
Reforma para la Educación Media Superior (RIEMS), es un problema esencialmente
de organización escolar, un problema de moral pública en la escuela.
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